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domingo, 26 de enero de 2014

"Breve Sinfonía de Otoño" (relato)

He aquí un avance de este relato....


BREVE SINFONÍA DE OTOÑO
Emilio Rodríguez Miranda



“Si nostre vie est moins qu’une journée
En l’eternel,…”
 (Joachim Du Bellay, 1522-1560)



PRÓLOGO

Tal vez los personajes de esta novela se hayan colado en la historia y, sin pretenderlo, hubiesen compartido el espacio y el tiempo con los Románticos del siglo XIX, especialmente con los poetas simbolistas franceses denominados “malditos”, mientras el autor escuchaba de fondo la envolvente música de Schubert y contemplaba el colorido, la luminosidad y sensualidad del cuadro “Andrómeda” del pintor Eugène Delacroix.
            Charles Baudelaire dijo que “hay tantas interpretaciones del Romanticismo como románticos”, y no le faltaba razón; cada uno de ellos expresa en sus obras su peculiar forma de entender la vida, experimentan su estado de ánimo y son capaces de transmitirlo al espectador defendiendo en todo momento la libertad, tanto individual como colectiva, que en ocasiones transgredía la realidad estética y social del momento que les tocó vivir.
            Pido perdón, en nombre de los personajes de esta novela y en el mío propio, a todos los Románticos por mi atrevimiento.
            En la novela, como ocurre con la sinfonía nº 8 de Schubert, hay dos partes o “momentos” diferenciados, para que los lectores no se confundan, y que representan los «recuerdos y los sueños» del personaje principal.
             








BREVE SINFONÍA DE OTOÑO


~Sophie Dubois en sus sueños: lo que bien pudiera haber sucedido~




Cuando la Orquesta Filarmónica de Berlín se disponía a interpretar los primeros compases del segundo y último movimiento, “andante con moto”, de la sinfonía nº 8 en Si menor, D.759, del compositor vienés Franz Schubert, se escuchó un gran estruendo en el patio de butacas del Palacio de la Ópera, entre las filas séptima y novena.
            Al principio hubo una gran confusión. Los músicos dejaron de tocar inmediatamente y, acto seguido, el público asustado, también los del primer, segundo y tercer anfiteatro, saltó literalmente de sus cómodas butacas dirigiéndose en estampida hacia las puertas de salida. La majestuosa grand escalier con sus escaleras de mármol blancas, anchas, descansadas y espaciosas que descendían de los pisos superiores, lo suficientemente amplias para este tipo de eventos musicales en condiciones normales, se vio súbitamente inundada de una multitud de personas que, dispuestas a emprender la huida a toda costa, se habían empujado a codazos o de cualquier otro modo, unas a otras, apretujadas en el embudo de los vomitorios de salida, con escenas igualmente de pánico y de escasa, por no decir nula, caridad cristiana porque, si en un principio lo correcto hubiera sido una evacuación como mandan los cánones de la buena conducta; ordenada, pacífica, fijando las prioridades que para estos casos establece la lógica de la condición humana en cualquier escenario de riesgo y posterior salvamento, ya sea marítimo o terrestre, respetando primero a los más desprotegidos e indefensos, a saber, ancianos, mujeres y por último los que se podían valer por sí mismos, es decir, a todos los demás, dejando al margen las cuestiones sentimentales y las jurídicas de consanguinidad o afinidad, se produjo todo lo contrario, desafiando los buenos modales y las más elementales normas de evacuación en un estado de extrema gravedad como se supone que se estaba produciendo en aquellos precisos momentos.
            Los espectadores se miraban atónitos, cariacontecidos, la cara desencajada, atropellándose los unos a los otros, repartiendo manotazos a diestro y siniestro, buscando alguna salida en aquel atolladero. No había piedad ni compasión, ni tan siquiera para con los suyos; se pisaban mutuamente las caras, pies, muslos y manos, hasta de los más allegados, sin ninguna contemplación; madres, suegras, mayores y jóvenes: los binóculos por los suelos, y también algún que otro bisoñé que, si en la calle permanecía estático y discretamente adherido a la calva, en esta extraña circunstancia rodaba por la moqueta de la platea hecho un guiñapo.
            El público no entendía nada de lo que estaba sucediendo, ni siquiera los porteros y acomodadores que aparecieron en el lugar de autos tarde y mal, esto último, dicho literalmente, obligados por las órdenes y ademanes desesperados del director del Palacio de la Ópera que casi sufre en esos momentos de enorme confusión un síncope, para que pusieran, si podían, un poco de orden entre aquella tropelía de gente sin control.
Los músicos de la orquesta, por no ser menos, también emprendieron la huida con lo puesto; los más afortunados, los de viento madera-metal y cuerda frotada, portando como podían sus instrumentos −flautas traveseras, clarinetes, oboes, trompetas, violas y violines−, excepto los trombones, los chelos y contrabajos, por razones obvias de peso y maniobrabilidad; y ya no digamos el triste y abatido percusionista con sus timbales. La peor parte se la llevó un instrumento que no venía a cuento, porque sencillamente no intervenía en la obra, pero que, para no andar moviéndolo, frecuente e innecesariamente, de un lado a otro por razones evidentes, estaba situado a buen recaudo al fondo del escenario, entre bambalinas, envuelto en una funda aterciopelada de fieltro para evitar tanto el polvo como los cambios de temperatura, y que había sido donado, en un gesto altruista sin precedentes, por el mismísimo Mariscal Petain; era el más preciado instrumento de cuerda percutida de toda Francia, un pianoforte Bösendorfer de ciento noventa centímetros de longitud traído desde Viena expresamente con motivo de la finalización de las obras de la última remodelación del noble y casi centenario edificio neobarroco del Palacio de la Ópera que, curiosamente, coincidía con el día del estreno de esta pieza sinfónica tan hermosa como sorprendentemente breve de Schubert.
            Franz Veermer, el director de la Orquesta Filarmónica, y al que se le suponía más aplomo y entereza, como el capitán de un buque, fue el primero en desaparecer de la escena, a secas, porque no se le podía catalogar, todavía, “la del crimen”. En cuanto escuchó el primer y único estrépito, que coincidió con el movimiento enérgico de la mano derecha hacia arriba marcando el compás en el momento preciso de la ejecución de la pieza musical, se  deshizo de la batuta como quien lanza indolentemente un palo cualquiera al aire, sin sentimiento, permaneciendo suspendida el tiempo preciso hasta caer, por el efecto de la gravedad, donde se hallaba el primer violín, a tan sólo dos metros de la tarima de madera en la que dirigía y controlaba perfectamente, con visión gran angular, a los músicos. Aquel fino y corto palillo de abedul cayó definitivamente de punta, perforando la delgada caja de resonancia abovedada de abeto de este pequeño y delicado instrumento de cuerda frotada, ante el asombro y consiguiente enfado de su dueño. Pero nada se podía hacer ya; había que huir de aquel escenario como fuese, con o sin instrumento; lo de si uno estaba enfadado o no era en esos momentos lo menos importante.
            Pero si esto sucedía dentro de aquel templo de la música, de puertas afuera, en la calle poco iluminada por las restricciones energéticas propias del momento, la confusión, si cabe decirlo, era todavía mayor. Conductores atónitos y transeúntes pasmados se vieron, repentinamente, arrollados por una marea de personas, algunas portando entre sus brazos como podían sus más preciados instrumentos musicales –sin fundas, naturalmente−, y que salían a borbotones de aquel lugar emblemático de la ciudad.
            Poco después, tal vez un poco tarde, todo hay que decirlo, se personó la policía, los gendarmes y dos pelotones de soldados alemanes quienes, con mejor o peor fortuna, intentaron, sin conseguirlo, hacerse cargo de la caótica situación. Entre la gente que intentaba salir a la desesperada de aquel templo de la música y los agentes de la autoridad y militares alemanes que intentaban entrar a toda costa, se produjo un choque tan brutal como si se tratase de dos fuerzas incontrolables e irresistibles de la naturaleza, como si las corrientes furibundas de dos ríos caudalosos coincidiesen súbitamente, haciendo elevar el agua y la espuma, como un surtidor, hacia una altura inimaginable, para caer luego sobre las aguas enfurecidas. Eso es lo que sucedió realmente con algunas personas, músicos, gendarmes, soldados alemanes, e instrumentos musicales: saltaron por los aires como quien dice, entremezclándose escandalosamente los unos con los otros; de nuevo en el suelo, era difícil saber a ciencia cierta quién era quién y qué era qué.
  Al mismo tiempo que la policía y los soldados, también tarde, acudieron las ambulancias para llevarse a los heridos, magullados, contusionados e infartados −que también los hubo−; y, por último, como siempre, llegaron las autoridades, con el alcalde a la cabeza, o en la cola, no se sabe muy bien donde, para hacerse cargo, políticamente se entiende, de la caótica y excepcional situación que estaba viviendo en primera persona, la ciudad.
            Todo era una enorme confusión, preguntas sin respuesta, caras cariacontecidas como he dicho antes, y rostros serios y preocupados por lo sucedido allí aquella tarde noche fría y desapacible de finales de verano...      (continúa)

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