He aquí un avance de este relato....
BREVE
SINFONÍA DE OTOÑO
Emilio
Rodríguez Miranda
“Si
nostre vie est moins qu’une journée
En
l’eternel,…”
(Joachim Du Bellay, 1522-1560)
PRÓLOGO
Tal vez los personajes de esta novela se hayan colado en la
historia y, sin pretenderlo, hubiesen compartido el espacio y el tiempo con los
Románticos del siglo XIX, especialmente con los poetas simbolistas franceses
denominados “malditos”, mientras el
autor escuchaba de fondo la envolvente música de Schubert y contemplaba el
colorido, la luminosidad y sensualidad del cuadro “Andrómeda” del pintor Eugène
Delacroix.
Charles
Baudelaire dijo que “hay tantas
interpretaciones del Romanticismo como románticos”, y no le faltaba razón;
cada uno de ellos expresa en sus obras su peculiar forma de entender la vida,
experimentan su estado de ánimo y son capaces de transmitirlo al espectador defendiendo
en todo momento la libertad, tanto individual como colectiva, que en ocasiones
transgredía la realidad estética y social del momento que les tocó vivir.
Pido perdón,
en nombre de los personajes de esta novela y en el mío propio, a todos los
Románticos por mi atrevimiento.
En la
novela, como ocurre con la sinfonía nº 8 de Schubert, hay dos partes o “momentos” diferenciados, para que los
lectores no se confundan, y que representan los «recuerdos y los sueños»
del personaje principal.
BREVE
SINFONÍA DE OTOÑO
~Sophie Dubois en sus sueños: lo
que bien pudiera haber sucedido~
Cuando
la Orquesta Filarmónica de Berlín se disponía a interpretar los primeros
compases del segundo y último movimiento, “andante
con moto”, de la sinfonía nº 8 en Si menor, D.759, del compositor vienés
Franz Schubert, se escuchó un gran estruendo en el patio de butacas del Palacio
de la Ópera, entre las filas séptima y novena.
Al principio hubo una gran
confusión. Los músicos dejaron de tocar inmediatamente y, acto seguido, el
público asustado, también los del primer, segundo y tercer anfiteatro, saltó literalmente
de sus cómodas butacas dirigiéndose en estampida hacia las puertas de salida.
La majestuosa grand escalier con sus
escaleras de mármol blancas, anchas, descansadas y espaciosas que descendían de
los pisos superiores, lo suficientemente amplias para este tipo de eventos
musicales en condiciones normales, se vio súbitamente inundada de una multitud de
personas que, dispuestas a emprender la huida a toda costa, se habían empujado
a codazos o de cualquier otro modo, unas a otras, apretujadas en el embudo de
los vomitorios de salida, con escenas igualmente de pánico y de escasa, por no
decir nula, caridad cristiana porque, si en un principio lo correcto hubiera
sido una evacuación como mandan los cánones de la buena conducta; ordenada,
pacífica, fijando las prioridades que para estos casos establece la lógica de
la condición humana en cualquier escenario de riesgo y posterior salvamento, ya
sea marítimo o terrestre, respetando primero a los más desprotegidos e
indefensos, a saber, ancianos, mujeres y por último los que se podían valer por
sí mismos, es decir, a todos los demás, dejando al margen las cuestiones
sentimentales y las jurídicas de consanguinidad o afinidad, se produjo todo lo
contrario, desafiando los buenos modales y las más elementales normas de
evacuación en un estado de extrema gravedad como se supone que se estaba
produciendo en aquellos precisos momentos.
Los espectadores se miraban atónitos,
cariacontecidos, la cara desencajada, atropellándose los unos a los otros,
repartiendo manotazos a diestro y siniestro, buscando alguna salida en aquel
atolladero. No había piedad ni compasión, ni tan siquiera para con los suyos;
se pisaban mutuamente las caras, pies, muslos y manos, hasta de los más
allegados, sin ninguna contemplación; madres, suegras, mayores y jóvenes: los
binóculos por los suelos, y también algún que otro bisoñé que, si en la calle
permanecía estático y discretamente adherido a la calva, en esta extraña
circunstancia rodaba por la moqueta de la platea hecho un guiñapo.
El público no entendía nada de lo
que estaba sucediendo, ni siquiera los porteros y acomodadores que aparecieron
en el lugar de autos tarde y mal, esto último, dicho literalmente, obligados
por las órdenes y ademanes desesperados del director del Palacio de la Ópera
que casi sufre en esos momentos de enorme confusión un síncope, para que
pusieran, si podían, un poco de orden entre aquella tropelía de gente sin
control.
Los
músicos de la orquesta, por no ser menos, también emprendieron la huida con lo
puesto; los más afortunados, los de viento madera-metal y cuerda frotada,
portando como podían sus instrumentos −flautas traveseras, clarinetes, oboes,
trompetas, violas y violines−, excepto los trombones, los chelos y contrabajos,
por razones obvias de peso y maniobrabilidad; y ya no digamos el triste y
abatido percusionista con sus timbales. La peor parte se la llevó un
instrumento que no venía a cuento, porque sencillamente no intervenía en la
obra, pero que, para no andar moviéndolo, frecuente e innecesariamente, de un
lado a otro por razones evidentes, estaba situado a buen recaudo al fondo del
escenario, entre bambalinas, envuelto en una funda aterciopelada de fieltro
para evitar tanto el polvo como los cambios de temperatura, y que había sido
donado, en un gesto altruista sin precedentes, por el mismísimo Mariscal
Petain; era el más preciado instrumento de cuerda percutida de toda Francia, un
pianoforte Bösendorfer de ciento noventa centímetros de longitud traído desde
Viena expresamente con motivo de la finalización de las obras de la última
remodelación del noble y casi centenario edificio neobarroco del Palacio de la
Ópera que, curiosamente, coincidía con el día del estreno de esta pieza
sinfónica tan hermosa como sorprendentemente breve de Schubert.
Franz Veermer, el director de la
Orquesta Filarmónica, y al que se le suponía más aplomo y entereza, como el
capitán de un buque, fue el primero en desaparecer de la escena, a secas,
porque no se le podía catalogar, todavía, “la del crimen”. En cuanto escuchó el
primer y único estrépito, que coincidió con el movimiento enérgico de la mano
derecha hacia arriba marcando el compás en el momento preciso de la ejecución
de la pieza musical, se deshizo de la
batuta como quien lanza indolentemente un palo cualquiera al aire, sin sentimiento,
permaneciendo suspendida el tiempo preciso hasta caer, por el efecto de la
gravedad, donde se hallaba el primer violín, a tan sólo dos metros de la tarima
de madera en la que dirigía y controlaba perfectamente, con visión gran
angular, a los músicos. Aquel fino y corto palillo de abedul cayó
definitivamente de punta, perforando la delgada caja de resonancia abovedada de
abeto de este pequeño y delicado instrumento de cuerda frotada, ante el asombro
y consiguiente enfado de su dueño. Pero nada se podía hacer ya; había que huir de
aquel escenario como fuese, con o sin instrumento; lo de si uno estaba enfadado
o no era en esos momentos lo menos importante.
Pero si esto sucedía dentro de aquel
templo de la música, de puertas afuera, en la calle poco iluminada por las
restricciones energéticas propias del momento, la confusión, si cabe decirlo, era
todavía mayor. Conductores atónitos y transeúntes pasmados se vieron,
repentinamente, arrollados por una marea de personas, algunas portando entre
sus brazos como podían sus más preciados instrumentos musicales –sin fundas,
naturalmente−, y que salían a borbotones de aquel lugar emblemático de la
ciudad.
Poco después, tal vez un poco tarde,
todo hay que decirlo, se personó la policía, los gendarmes y dos pelotones de
soldados alemanes quienes, con mejor o peor fortuna, intentaron, sin
conseguirlo, hacerse cargo de la caótica situación. Entre la gente que
intentaba salir a la desesperada de aquel templo de la música y los agentes de
la autoridad y militares alemanes que intentaban entrar a toda costa, se
produjo un choque tan brutal como si se tratase de dos fuerzas incontrolables e
irresistibles de la naturaleza, como si las corrientes furibundas de dos ríos
caudalosos coincidiesen súbitamente, haciendo elevar el agua y la espuma, como
un surtidor, hacia una altura inimaginable, para caer luego sobre las aguas
enfurecidas. Eso es lo que sucedió realmente con algunas personas, músicos,
gendarmes, soldados alemanes, e instrumentos musicales: saltaron por los aires
como quien dice, entremezclándose escandalosamente los unos con los otros; de
nuevo en el suelo, era difícil saber a ciencia cierta quién era quién y qué era
qué.
Al mismo tiempo que la policía y los
soldados, también tarde, acudieron las ambulancias para llevarse a los heridos,
magullados, contusionados e infartados −que también los hubo−; y, por último,
como siempre, llegaron las autoridades, con el alcalde a la cabeza, o en la
cola, no se sabe muy bien donde, para hacerse cargo, políticamente se entiende,
de la caótica y excepcional situación que estaba viviendo en primera persona,
la ciudad.
Todo era una enorme confusión,
preguntas sin respuesta, caras cariacontecidas como he dicho antes, y rostros
serios y preocupados por lo sucedido allí aquella tarde noche fría y
desapacible de finales de verano... (continúa)