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domingo, 26 de enero de 2014

"O Bardo da illa de Aunios" (conto)

O BARDO DA ILLA DE AUNIOS

EMILIO RODRÍGUEZ MIRANDA




           
           
           


Debemos ler este pequeno conto  amodiño, sen présa, a poder ser ao carón do mar, dándoche a airexa na cara,  escoitando algunha fermosa canción celta.






LIMIAR

Non esperedes atopar guerreiros con armaduras. Non hai pequenas nin grandes loitas; non existen castelos fachendosos nin feiticeiros pérfidos, nin animais mitolóxicos coma serpes de cinco cabezas ou polbos de vinte tentáculos que votan lume pola súa boca.
 Esta é, simplemente,  a pequena historia de tres compañeiros de instituto, e tamén a dun vello Bardo irlandés nunha illa enfeitizante e marabillosa coma outras tantas, afastada no medio do océano Atlantis naquel mundo dificultoso da nosa historia.




1ª PARTE

I. Na aldea de Galwing

            Todo comezou na costa oeste de Ériu  chamada Galwing, na aldea do mesmo nome e nunha pequena tribo celta de non máis de duascentas persoas que vivían  da pesca, da caza e o cultivo dos froitos que lle ofrecía as súas  leiras e fragas, e de cando en vez andaban en liortas cos seus veciños.
            O rei deste clan chamábanlle Meigang, era feo coma un corno e tiña unhas greñas que lle chegaban ata os pés, porque non se lavara na súa vida agás cando a súa nai mergullouno cando nacera, a modo de bautizo, no frade que era un regato pequeno que atravesaba o poboado. Despois do rei mandaba a nobreza representada polos guerreiros da tribo, a continuación os Druidas sen mais, e despois estaban os Bardos.
Os Druidas eran a caste sacerdotal superior, os que se encargaban da relixión e dos sacrificios públicos e privados nas ofrendas que adoitaban facer ao deus Lung nun claro da fraga chamada Nemeton, e tamén eran revirados de mais. Non se lles podía levar a contraria.

 Os  Bardos, pola contra, adicábanse a laboura de estudar a astronomía, a filosofía, o dereito, a literatura e a mitoloxía e a ensinar aos máis pequenos na arte da oratoria: eran os Mestres da aldea ademais de poetas e músicos. Coma tiñan una morea de traballo enriba e non daban feito dividíronse en: os fileas, que eran os poetas; os Breehons que viñan sendo os xuízes e os Seanachas que eran coma os fedatarios públicos, para entendernos, eran os notarios de hoxe... (continúa)...

"Breve Sinfonía de Otoño" (relato)

He aquí un avance de este relato....


BREVE SINFONÍA DE OTOÑO
Emilio Rodríguez Miranda



“Si nostre vie est moins qu’une journée
En l’eternel,…”
 (Joachim Du Bellay, 1522-1560)



PRÓLOGO

Tal vez los personajes de esta novela se hayan colado en la historia y, sin pretenderlo, hubiesen compartido el espacio y el tiempo con los Románticos del siglo XIX, especialmente con los poetas simbolistas franceses denominados “malditos”, mientras el autor escuchaba de fondo la envolvente música de Schubert y contemplaba el colorido, la luminosidad y sensualidad del cuadro “Andrómeda” del pintor Eugène Delacroix.
            Charles Baudelaire dijo que “hay tantas interpretaciones del Romanticismo como románticos”, y no le faltaba razón; cada uno de ellos expresa en sus obras su peculiar forma de entender la vida, experimentan su estado de ánimo y son capaces de transmitirlo al espectador defendiendo en todo momento la libertad, tanto individual como colectiva, que en ocasiones transgredía la realidad estética y social del momento que les tocó vivir.
            Pido perdón, en nombre de los personajes de esta novela y en el mío propio, a todos los Románticos por mi atrevimiento.
            En la novela, como ocurre con la sinfonía nº 8 de Schubert, hay dos partes o “momentos” diferenciados, para que los lectores no se confundan, y que representan los «recuerdos y los sueños» del personaje principal.
             








BREVE SINFONÍA DE OTOÑO


~Sophie Dubois en sus sueños: lo que bien pudiera haber sucedido~




Cuando la Orquesta Filarmónica de Berlín se disponía a interpretar los primeros compases del segundo y último movimiento, “andante con moto”, de la sinfonía nº 8 en Si menor, D.759, del compositor vienés Franz Schubert, se escuchó un gran estruendo en el patio de butacas del Palacio de la Ópera, entre las filas séptima y novena.
            Al principio hubo una gran confusión. Los músicos dejaron de tocar inmediatamente y, acto seguido, el público asustado, también los del primer, segundo y tercer anfiteatro, saltó literalmente de sus cómodas butacas dirigiéndose en estampida hacia las puertas de salida. La majestuosa grand escalier con sus escaleras de mármol blancas, anchas, descansadas y espaciosas que descendían de los pisos superiores, lo suficientemente amplias para este tipo de eventos musicales en condiciones normales, se vio súbitamente inundada de una multitud de personas que, dispuestas a emprender la huida a toda costa, se habían empujado a codazos o de cualquier otro modo, unas a otras, apretujadas en el embudo de los vomitorios de salida, con escenas igualmente de pánico y de escasa, por no decir nula, caridad cristiana porque, si en un principio lo correcto hubiera sido una evacuación como mandan los cánones de la buena conducta; ordenada, pacífica, fijando las prioridades que para estos casos establece la lógica de la condición humana en cualquier escenario de riesgo y posterior salvamento, ya sea marítimo o terrestre, respetando primero a los más desprotegidos e indefensos, a saber, ancianos, mujeres y por último los que se podían valer por sí mismos, es decir, a todos los demás, dejando al margen las cuestiones sentimentales y las jurídicas de consanguinidad o afinidad, se produjo todo lo contrario, desafiando los buenos modales y las más elementales normas de evacuación en un estado de extrema gravedad como se supone que se estaba produciendo en aquellos precisos momentos.
            Los espectadores se miraban atónitos, cariacontecidos, la cara desencajada, atropellándose los unos a los otros, repartiendo manotazos a diestro y siniestro, buscando alguna salida en aquel atolladero. No había piedad ni compasión, ni tan siquiera para con los suyos; se pisaban mutuamente las caras, pies, muslos y manos, hasta de los más allegados, sin ninguna contemplación; madres, suegras, mayores y jóvenes: los binóculos por los suelos, y también algún que otro bisoñé que, si en la calle permanecía estático y discretamente adherido a la calva, en esta extraña circunstancia rodaba por la moqueta de la platea hecho un guiñapo.
            El público no entendía nada de lo que estaba sucediendo, ni siquiera los porteros y acomodadores que aparecieron en el lugar de autos tarde y mal, esto último, dicho literalmente, obligados por las órdenes y ademanes desesperados del director del Palacio de la Ópera que casi sufre en esos momentos de enorme confusión un síncope, para que pusieran, si podían, un poco de orden entre aquella tropelía de gente sin control.
Los músicos de la orquesta, por no ser menos, también emprendieron la huida con lo puesto; los más afortunados, los de viento madera-metal y cuerda frotada, portando como podían sus instrumentos −flautas traveseras, clarinetes, oboes, trompetas, violas y violines−, excepto los trombones, los chelos y contrabajos, por razones obvias de peso y maniobrabilidad; y ya no digamos el triste y abatido percusionista con sus timbales. La peor parte se la llevó un instrumento que no venía a cuento, porque sencillamente no intervenía en la obra, pero que, para no andar moviéndolo, frecuente e innecesariamente, de un lado a otro por razones evidentes, estaba situado a buen recaudo al fondo del escenario, entre bambalinas, envuelto en una funda aterciopelada de fieltro para evitar tanto el polvo como los cambios de temperatura, y que había sido donado, en un gesto altruista sin precedentes, por el mismísimo Mariscal Petain; era el más preciado instrumento de cuerda percutida de toda Francia, un pianoforte Bösendorfer de ciento noventa centímetros de longitud traído desde Viena expresamente con motivo de la finalización de las obras de la última remodelación del noble y casi centenario edificio neobarroco del Palacio de la Ópera que, curiosamente, coincidía con el día del estreno de esta pieza sinfónica tan hermosa como sorprendentemente breve de Schubert.
            Franz Veermer, el director de la Orquesta Filarmónica, y al que se le suponía más aplomo y entereza, como el capitán de un buque, fue el primero en desaparecer de la escena, a secas, porque no se le podía catalogar, todavía, “la del crimen”. En cuanto escuchó el primer y único estrépito, que coincidió con el movimiento enérgico de la mano derecha hacia arriba marcando el compás en el momento preciso de la ejecución de la pieza musical, se  deshizo de la batuta como quien lanza indolentemente un palo cualquiera al aire, sin sentimiento, permaneciendo suspendida el tiempo preciso hasta caer, por el efecto de la gravedad, donde se hallaba el primer violín, a tan sólo dos metros de la tarima de madera en la que dirigía y controlaba perfectamente, con visión gran angular, a los músicos. Aquel fino y corto palillo de abedul cayó definitivamente de punta, perforando la delgada caja de resonancia abovedada de abeto de este pequeño y delicado instrumento de cuerda frotada, ante el asombro y consiguiente enfado de su dueño. Pero nada se podía hacer ya; había que huir de aquel escenario como fuese, con o sin instrumento; lo de si uno estaba enfadado o no era en esos momentos lo menos importante.
            Pero si esto sucedía dentro de aquel templo de la música, de puertas afuera, en la calle poco iluminada por las restricciones energéticas propias del momento, la confusión, si cabe decirlo, era todavía mayor. Conductores atónitos y transeúntes pasmados se vieron, repentinamente, arrollados por una marea de personas, algunas portando entre sus brazos como podían sus más preciados instrumentos musicales –sin fundas, naturalmente−, y que salían a borbotones de aquel lugar emblemático de la ciudad.
            Poco después, tal vez un poco tarde, todo hay que decirlo, se personó la policía, los gendarmes y dos pelotones de soldados alemanes quienes, con mejor o peor fortuna, intentaron, sin conseguirlo, hacerse cargo de la caótica situación. Entre la gente que intentaba salir a la desesperada de aquel templo de la música y los agentes de la autoridad y militares alemanes que intentaban entrar a toda costa, se produjo un choque tan brutal como si se tratase de dos fuerzas incontrolables e irresistibles de la naturaleza, como si las corrientes furibundas de dos ríos caudalosos coincidiesen súbitamente, haciendo elevar el agua y la espuma, como un surtidor, hacia una altura inimaginable, para caer luego sobre las aguas enfurecidas. Eso es lo que sucedió realmente con algunas personas, músicos, gendarmes, soldados alemanes, e instrumentos musicales: saltaron por los aires como quien dice, entremezclándose escandalosamente los unos con los otros; de nuevo en el suelo, era difícil saber a ciencia cierta quién era quién y qué era qué.
  Al mismo tiempo que la policía y los soldados, también tarde, acudieron las ambulancias para llevarse a los heridos, magullados, contusionados e infartados −que también los hubo−; y, por último, como siempre, llegaron las autoridades, con el alcalde a la cabeza, o en la cola, no se sabe muy bien donde, para hacerse cargo, políticamente se entiende, de la caótica y excepcional situación que estaba viviendo en primera persona, la ciudad.
            Todo era una enorme confusión, preguntas sin respuesta, caras cariacontecidas como he dicho antes, y rostros serios y preocupados por lo sucedido allí aquella tarde noche fría y desapacible de finales de verano...      (continúa)