LOS INTOCABLES
Ahí los tenéis, ocupando la cabecera de los periódicos. Van
sobrados por la vida, indolentes al sufrimiento ajeno porque lo que piensan de
ellos los demás, sencillamente, les importa un bledo. Tienen, con frecuencia,
lagunas de memoria; padecen de amnesia transitoria. Si les preguntas por qué o
cómo pudieron hacer tal cosa, responden con evasivas: Yo no…, sacudiendo la
culpa a sus adláteres más sumisos que ahora se han quedado desprotegidos, indefensos
y a merced de la ira del respetable.
Cuando
ostentaban el poder omnímodo, los intocables se sentían dueños del universo y
protectores de los más débiles y necesitados. Ahora, cuando han pasado a ser
simples mortales y a compartir el espacio telúrico, quisieran desaparecer,
volverse invisibles. Pero en sus rostros todavía conservan esa mirada fría de
antaño, desafiante, a veces. Sus gafas de D & G y sus impecables trajes
hechos a medida les delatan. Pero ahora ya no gozan de la popularidad ni del
aplauso fácil y complaciente. Quieren disimular en sus comparecencias, cada vez
menos públicas, pero les hierve la sangre, les corroe no gozar del prestigio
irrecuperable. Se sienten, ahora, incomprendidos.
¿Por qué; cómo hemos llegado a esta situación?, se preguntan
azorados, incrédulos. Nosotros que éramos los intocables, los conseguidores,
los favorecedores; ahora sentimos, nos dicen, sobre nuestra conciencia la
respiración entrecortada del venido a menos, del asfixiado hipotecado, del
indignado, del desesperado preferentista, del ahorrador engañado.
A pesar de
todo, los seguimos viendo, de vez en cuando, en los periódicos, con ese aire
altivo característico de intocables pero, al mismo tiempo, con el brillo
apagado en sus pupilas y el rictus desencajado en sus caras. Han quedado
tocados para siempre en su honor y en su orgullo perdiendo el poco crédito que
aún les quedaba.
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