No hace mucho un amigo mío, en una situación personal y
profesional muy complicada, envió no una, sino dos cartas-certificadas con acuse de recibo- a su jefe. No obtuvo respuesta a
ninguna de ellas. Después me enteré por la prensa que éste andaba más
preocupado en cubrirse las espaldas tratando de marchar en las mejores condiciones posibles después de haberse blindando su
contrato y asegurarse su sustancioso plan de pensiones e indemnización millonaria, que en ayudar a
sus propios empleados. A este jefe le sucedieron otros, tratando de llevar su “recompensa” por los servicios prestados
hasta límites injustificables y socialmente reprobables, ante la mirada cómplice de unos y el cabreo de muchos.
Atrás
quedaron las alegrías y los despropósitos, las arengas patrióticas en las asambleas
generales y los auto convencimientos espurios; las órdenes más inasumibles.
Luego llegaron las consecuencias más dramáticas a sus decisiones. Todo era
válido. No importaba los medios ni la forma, sino “preferentemente” el fin. Con sus decisiones llevaron a muchos a
seguirles y compartir un frenesí de locura por conseguir unos objetivos cada
vez más difíciles de alcanzar. Ensimismados en sus torres y palacios
contemplaban la contienda, conocedores
de que un día, cuando las cosas viniesen mal dadas, ellos marcharían “de rositas” habiendo obtenido su bien
atada y codiciada recompensa. Son
depredadores natos y siempre juegan con las cartas marcadas, indolentes ante el
sufrimiento ajeno. Para esta casta de caza recompensas, el no contestar a dos,
diez o cien cartas, dejando en la cuneta y sin respuesta a muchas personas,
sencillamente les importa un bledo.
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