EN LA PARADA DEL BUS
Son las siete de la mañana. Un alma solitaria está sentada en
el banco de la marquesina de la parada del bus, bostezando y desprendiéndose
aún del último sueño interrumpido por las preocupaciones. Se fija en la
información que le proporciona la pantalla y observa que su autobús, el que le
llevará tal vez a su último día de trabajo en el otro extremo de la ciudad,
tardará todavía ocho minutos en llegar. Pocos coches circulan por la calle a
esa hora.
Se acerca
otra persona a la parada y se sienta en el extremo opuesto del mismo banco, sin
decir ni media palabra ni compartir tampoco la mirada, como arrostrándose. Ahora
conocemos que esta persona se dirige al hospital donde le van a realizar las
pruebas necesarias para una próxima intervención quirúrgica, donde su corazón
puede que no resista tanto como sus ganas de vivir.
Se aproxima
una tercera persona a la parada, pero no entra en la marquesina. Contempla detrás
del cristal la pantalla luminosa informando que el próximo autobús llegará en cinco minutos. Lleva debajo del
brazo un periódico atrasado y no deja de dar vueltas con pasos inseguros por la
acera humanizada, mirando de reojo a las dos personas sentadas, una en cada
extremo del banco. No va en principio a ningún lugar concreto, enfadado consigo
mismo y con el mundo sostiene la mirada perdida en ninguna parte. Semejan que
son personas morugas, insensibles a los
problemas ajenos. Tal vez la experiencia vivida por cada una de ellas les haya
convertido en lo que son.
El autobús
va casi vacío y los tres viajeros se sientan, como no, en sitios distintos.
Basta con
contemplar una de estas paradas a primera hora de la mañana para darse cuenta
de lo distintos que somos unos de otros. En el perímetro reducido de una parada
de bus podemos ver pasar, entre circular inversa, C1 y C7b, nuestras propias miserias y penas, y también nuestros
sueños y pequeñas alegrías, y observar cómo sin parecernos en nada compartimos
en cambio el mismo medio de transporte: la Vida.
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