EN LA BARRA DEL BAR
Los que acostumbramos a tomar café en la barra de un bar
conocemos bien los motivos de la guerra oculta que se libra, a veces,
intramuros. Con sólo mirar a los camareros nos damos cuenta de la calidad del
café que te van a servir. La rabia contenida fuera de los límites de la barra
se transforma dentro del mostrador en una guerra de guerrillas sin límites;
miradas mutuas que cortan el ambiente; empujones y pellizcos cuando no dardos
envenenados en forma de exabruptos y miradas encendidas.
Pero no
puedes evitar ser un espectador privilegiado ante tanta tensión que se palpa en
el ambiente. Y tú, en medio del fuego enemigo, como un casco azul de la ONU, te
encuentras con el siguiente dilema: optar por una intervención sutil y
pacífica, corriendo el riesgo que, entre el fuego cruzado, viertan sobre ti, no
ya la ira o la indiferencia, sino el café que con tanto cariño pretendías tomar
pacíficamente, o largarte sin más dejando el líquido elemento a medias y
mascullando para tus adentros cualquier frase irreproducible. Ya ni te atreves
a pedir el azucarillo que no te han puesto, ni menos aún el detalle que sí han
servido a tu vecino y con el que suelen agasajar a los clientes en ocasiones,
un churro más tieso que un palo que sólo
se vuelve dúctil cuando se sumerge –el churro- en el café con leche calentito.
Ahora
sabemos que la culpa a tanta tensión acumulada en la barra del bar la tienen
algunos clientes impacientes e incalificables que siempre pretenden ser ellos
los primeros en ser atendidos, incluso antes de que entren por la puerta del
establecimiento, mostrando, de esta forma, la mala educación que no tienen en
sus casas, y provocando el nerviosismo, la mala leche y el desasosiego de
nuestros amigos los camareros.
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